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miércoles, 21 de octubre de 2015

Fusión nuclear. Parte. 2

El método láser

El tokamak parecía la vía más segura para obtener energía neta a partir de la fusión nuclear. Pero en los últimos años le ha salido un duro competidor en Estados Unidos; más concretamente en el Laboratorio Nacional Lawrence, en Livermore, California. Allí se inauguró el 29 de mayo de 2009 el Centro Nacional de Ignición
En esencia, el NIF es un enorme amplificador de láser. Todo empieza con un débil pulso inicial, de apenas una milmillonésima de joule (unidad de energía), que se origina en el centro del edificio. Dicho pulso es dividido luego en los 192 canales que se encargan de dirigir los haces de láser hacia su objetivo. A lo largo del kilómetro y medio que deben recorrer por el interior del edificio, todos los láseres atraviesan hasta 52 placas de vidrio amplificadoras; en cada una de ellas, la energía del haz aumenta en un 25%. Después de atravesarlas todas, la energía total del láser alcanza los cuatro millones de joules, unas 1 000 veces superior al consumo eléctrico de Estados Unidos en ese instante, y 100 veces superior a la energía que puede proporcionar cualquier otro láser del mundo. Justo antes de penetrar en la cámara de ignición y acercarse a su objetivo, unos cristales alteran la longitud de onda de la luz láser, pasando ésta del infrarrojo, adecuado para el desplazamiento lineal de los haces, al ultravioleta, que resulta más eficaz para inducir la fusión.
La cámara de ignición es una enorme esfera de unos 10 metros de diámetro. En su centro, un mecanismo que recuerda a un lápiz gigantesco mantiene en posición fija al objetivo, un cilindro de oro que contiene el combustible de hidrógeno. Los rayos láser convergen en el hohlraum con una sincronización y precisión tales que, después de haber serpenteado por el interior del edificio, deben incidir en el blanco con un desfase de apenas 30 billonésimas de segundo como mucho. Al recibir el impacto de los láseres, el hohlraum se comporta como un horno y responde emitiendo rayos X de alta energía, que alcanzan el envoltorio de la cápsula de hidrógeno y hacen que se expanda muy rápidamente. De acuerdo con la tercera ley de Newton, esta acción tiene una reacción, y es que el interior de la cápsula se comprime hasta el grosor de un cabello humano, alcanzando una densidad 100 veces mayor que la del plomo y una temperatura de decenas de millones de grados. Este súbito aumento de temperatura y densidad es lo que desencadena la fusión nuclear.

Acertado cambio de rumbo

Los experimentos en el NIF no empezaron con buen pie. Entre 2009 y 2012, los intentos por alcanzar una reacción de fusión mantenida fallaron estrepitosamente, consiguiendo apenas energías salientes del orden de 1 000 veces menores que las entrantes. La simetría de las implosiones, clave para lograr la estabilidad del escurridizo plasma y sacar el máximo provecho a la reacción de fusión, era muy diferente de las predicciones teóricas.
Después de analizar las causas del fracaso, los científicos introdujeron un cambio significativo en el experimento. Hasta ese momento, los pulsos de láser de la instalación estaban diseñados para proporcionar la mayor parte de la energía al final del proceso, con la idea de comprimir el combustible al máximo y aumentar el rendimiento de la reacción de fusión (cuanto mayor es la temperatura de un cuerpo, mayor es su resistencia a ser comprimido). Pero al trabajar así, la fina capa de plástico que recubría el combustible se rompía y se mezclaba con éste, reduciendo la presión interior y limitando la energía resultante.
A partir de entonces, los científicos modificaron los pulsos de láser de forma que la energía se suministrara en su mayoría al principio del proceso de compresión. De esta manera se limitó la compresión total a la que se puede someter el combustible. Pero a cambio la implosión del combustible resultó ser mucho más uniforme, pues el plástico ya no se rompía. Así, los investigadores del NIF consiguieron que la diana de hidrógeno se calentara hasta unos 50 millones de grados, y alcanzara una presión 150 000 millones de veces superior a la de la atmósfera terrestre. Semejantes condiciones propiciaron la fusión, y esta vez el combustible liberó 17 000 joules, bastante más que los 10 000 que desencadenaron el proceso. Este hito en la historia de la fusión nuclear ocurrió el 30 de septiembre de 2013.
Ahora bien, si consideramos el experimento en su conjunto y tenemos en cuenta los 1 800 000 joules necesarios para alimentar los láseres, entonces la situación cambia. La energía obtenida por el combustible ni siquiera llega al 1% de la suministrada por el láser. Para que te hagas una idea, los 1.8 megajoules (MJ) equivalen a la energía cinética de una vagoneta que viaja por la autopista a 120 kilómetros por hora. En cambio, los 17 kilojoules (KJ) de energía suministrados por el combustible son comparables a la energía de un motociclista que circula plácidamente por la ciudad. Es evidente que todavía queda mucho para revertir esta situación.

 

 

Reto descomunal

Pero aún cuando consigamos la producción de energía neta en todo el proceso, hay numerosos aspectos técnicos que resolver antes de que se pueda utilizar la fusión nuclear como fuente de energía útil. Hay que buscar materiales capaces de soportar las altas temperaturas del reactor y el bombardeo durante años de los neutrones de alta energía que se generan en las reacciones de fusión. El tritio, uno de los ingredientes habituales del combustible, se puede obtener a partir de litio, pero no en las cantidades necesarias; el reactor de fusión debería generar su propio tritio mediante una compleja serie de reacciones. Además, un reactor de fusión debería suministrar energía de forma continua durante años, sin interrupciones, caídas o averías. Ahora mismo, la fusión inducida por láser sólo puede provocar implosiones intermitentes, pues es necesario esperar varias horas a que se enfríen los láseres para volver a dispararlos. Un reactor comercial necesitaría prácticamente una implosión cada segundo. De la misma manera, los tokamaks deberían mantener el plasma durante semanas, no segundos.
 En cualquier caso, los enormes desafíos que plantea la fusión están a la altura de los beneficios que podría proporcionar. El otro ingrediente usado en el combustible, el deuterio, se puede obtener a partir del hidrógeno presente en el agua del mar. Apenas genera una pequeña cantidad de residuos de corta duración (el tritio es radiactivo, pero su vida media es de sólo 12 años y medio) y únicamente emite helio. En potencia, un litro de agua contiene la energía que consumiría un ser humano en toda su vida. Y cinco litros equivalen al petróleo almacenado en un buque tanque petrolero de gran tamaño.
Por si esto fuera poco, la reacción de fusión tiene una gran ventaja adicional: es absolutamente segura. Si algo va mal, lo único que puede ocurrir es que la temperatura en el interior del reactor se venga abajo y la reacción se detenga por sí sola. Igual que si paramos un microondas. Es imposible que un reactor de fusión se salga de control, por mucho que falle cualquiera de sus elementos. En cambio, ya sabemos por experiencia lo terrible que puede ser un accidente en un reactor de fisión nuclear, como el reciente de Fukushima en 2011 o el ya más lejano de Chernóbil en 1986.
La energía es el motor que impulsa al mundo, y su demanda no ha dejado de crecer desde hace más de un siglo. Sólo en las tres últimas décadas se ha duplicado su consumo, y se calcula que para 2030 aumentará un 60%. Los combustibles fósiles, como el petróleo, son limitados y contaminan el medio ambiente. También la fisión nuclear plantea serios problemas medioambientales y de seguridad, mientras que las energías renovables no han logrado aún ser más que un mero complemento. Sólo la fusión nuclear parece emerger en el horizonte como la única alternativa real. Esperemos que, en las próximas décadas, científicos e ingenieros consigan hacerla realidad y resuelvan el problema energético de la humanidad.

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